El otro amor de Frida

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Mucho se ha dicho sobre la tumultosa relación de la pintora mexicana con Diego Rivera, pero muy poco del romance que ella mantuvo, durante diez años, con Nickolas Muray, fotógrafo de celebridades.

 

Un gran amor puede caber en una valija. Al menos fue allí donde Mimi Muray y su hermano Chris encontraron, a comienzos de los 90, un sobre con 70 negativos que su padre, Nickolas Muray, un destacado fotógrafo -que retrató celebridades en las décadas del 30, 40 y 50, en Nueva York-, guardaba junto a centenares de tomas familiares. Al revelarlos, una imagen se repetía en varias fotos: la de Frida Kahlo, en la Casa Azul de Coyoacán.

Desde entonces, muchas de esas fotografías -como la de la pintora mexicana ante su cuadro Las dos Fridas o mientras posa de pie, con una mano apoyada en el hombro de Diego Rivera, que está sentado- han dado la vuelta al mundo. El hallazgo posee un doble valor. Por un lado, la recuperación de fotos que Muray tomó en los años 30: además de bellas, las más íntimas que un fotógrafo le hizo a Kahlo. Y, por otro, la confirmación de que a Frida y a él los unía un vínculo que, por entonces, se hallaba en plena forma. De hecho, el propio Muray aparece a solas con ella, en gesto cómplice, o como parte de su círculo personal.

El próximo 13 de julio se cumplen 60 años de la muerte de esta artista que, a través de sus autorretratos, quedó inmortalizada como la pintora del dolor. Sabido es que Kahlo y su marido mantuvieron un matrimonio tortuoso y no convencional, marcado por las constantes infidelidades de él y por los deslices que, eventualmente, ella también se permitió. En el caso de Muray no se trató sólo de una aventura, sino de una relación que duró diez años y de la cual se sabe muy poco. Se conocieron en México, en 1931, y se reencontraron en San Francisco, Estados Unidos, a poco andar. Rivera -con quien Frida se casó dos veces, en 1929 y 1940- había tenido un romance y su mujer decidió hacer lo propio. En tanto, Muray, un hombre alto, atlético, sofisticado y con fama de irresistible, se había divorciado de su segunda esposa.

«Yo debo haber sido una adolescente cuando me di cuenta de que mi padre tuvo una relación especial con Frida. Mi madre, Peggy, había guardado las cartas de amor que ella le había escrito, antes de que él y mi mamá se casaran», le cuenta a la Revista por correo electrónico Mimi, hija mayor del cuarto matrimonio de Muray y manager de sus archivos fotográficos, que hoy tiene 71 años.

Esas cartas fueron a parar a manos del psiquiatra y escritor mexicano Salomón Grimberg, quien se ha dedicado a estudiar la vida de Frida. En 2005 reunió el material en el libro Nunca te olvidaré. De Frida Kahlo para Nick Muray: fotografías y cartas inéditas. Así es posible apreciar lo que en Kahlo -quien externalizaba todo- despertó aquel amor. En una de las misivas, fechada en París, en 1939, escribe: Mi adorable Nick, esta mañana, después de tantos días de espera, llegó tu carta. Me sentí tan feliz que, antes de comenzar a leerla, me puse a llorar. Mi niño, realmente no puedo quejarme de nada en la vida mientras tú me ames y yo a ti. Es tan real y hermoso que me hace olvidar todo los dolores y los problemas, incluso me hace olvidar la distancia.

En otra se lee: En una escultura cerca de la chimenea, veo, claramente, a la primavera brincando en el aire, y puedo oír tu risa, justo como la de un niño, cuando te sale bien. Oh, mi querido Nick, te quiero tanto. Tanto te necesito, que me duele el corazón.

La ligazón entre la pintora y el fotógrafo fue tan fuerte que sobrevivió al tercer matrimonio de éste con la socialité estadounidense Monica O’Shea, quien se divorció de Muray por crueldad. «Como escribió Grimberg, Nick estaba enamorado de Frida y pensó, cuando ella y Diego se divorciaron, a comienzos de 1940, que ella se casaría con él. Pero cuando Frida volvió a casarse con Diego, a fines de ese año, Nick puso fin a su relación amorosa… Al año siguiente, mi padre conoció a mi madre. Se casaron en 1942», dice Mimi Muray. Aficionado de las artes y las personalidades exóticas, entre sus amores se contaron, además de Frida, la poeta Ilona Fulop, su primera mujer; la bailarina checa Desha Gorka y su hermana Leja -con quien tuvo una hija, Arija, en 1922-, y la escritora de novela rosa Ursula Parrott.

HÚNGARO Y TALENTOSO, COMO SU PADRE

Nickolas Muray nació como Miklós Mandl, en el seno de una familia judía, en 1892, en Szeged, Hungría. Su padre, un empleado postal, decidió que se mudaran a Budapest y cambiaran su apellido Mandl (almendra) por uno más tradicional (Muray significa el que vive por el río Mura), para proteger a los suyos del antisemitismo creciente. Sin embargo, con ello no pudo evitar que, a los 12 años, Miklós, uno de sus cinco hijos, fuera insultado y agredido por un profesor, por ser judío, y abandonara el colegio.

Atraído por la esgrima, Miklós tomó lecciones y llegó a convertirse en un profesional de la disciplina. También asistió a escuelas de arte en Budapest y en Berlín, donde aprendió fotografía y fotograbado. En 1913, a los 21 años, emigró a Estados Unidos, como otros talentosos fotógrafos húngaros de la época, Brassaï, entre ellos. Allí, unos oficiales le cambiaron el nombre por Nick. Al igual que muchos inmigrantes, a su llegada apenas sabía unas 50 palabras en inglés y llevaba unos pocos dólares y un diccionario en el bolsillo. Tenía, por añadidura, encanto, buena pinta, mal temperamento, gran inseguridad y una personalidad ambiciosa.

Su primer trabajo fue en Stockinger Photo-Engraving and Printing Co., en Brooklyn, Nueva York. Luego de una temporada en Chicago, se radicó definitivamente en la Gran Manzana, donde instaló un estudio de dos ambientes -en uno tomaba fotos y en el otro dormía- y se convirtió en retratista experto.

Fueron años de escasez económica, hasta que en Harper’s Bazaar le encargaron el retrato de Florence Reed, una actriz de Broadway. De la noche a la mañana, Muray se volvió una sensación. Lo apodaron el hombre de todas las temporadas, y aparte de convertirse en fotógrafo de Broadway comenzó a hacer fotos de moda para revistas como Vanity Fair y Vogue, y a retratar a estrellas como Joan Crawford, Marlene Dietrich, Jean Harlow, Marilyn Monroe y Elizabeth Taylor. También, a pintores como Claude Monet y a escritores como Francis Scott Fitzgerald y Eugene O’Neill, quienes se dejaban caer por su estudio -ahora más amplio-, alegremente.

La gran crisis de 1929 le permitió un viraje en su carrera. Gracias a una cámara que trajo de Alemania y a filtros y procesos especiales que importó desde Inglaterra, fue el primero en introducir la fotografía publicitaria en color, en los EE.UU., y fundó Nickolas Muray & Asociados. Su firma se mantuvo a la vanguardia de la fotografía comercial, sobre todo, de alimentos, a la par que crecía su fama como fotógrafo de celebridades. Para la revista Coronet tomó fotos de Greta Garbo, H. G. Wells y Frida Kahlo. Una, la de esta última con el rebozo magenta, se transformaría en la favorita de Diego Rivera: era la que colgaba sobre su cama, cuando murió, en 1957.

Muray frecuentaba a la pareja, desde que su amigo, el pintor Miguel Covarrubias, lo había invitado a pasar unas vacaciones en México, a comienzos de los años 30. Que el fotógrafo haya sido de origen húngaro tiene que haberlo hecho especial a los ojos de Frida, quien era hija de otro dotado fotógrafo húngaro, que cultivó el autorretrato y le regaló sus primeras pinturas, para paliar el aburrimiento y el dolor que le provocaba el estar en cama, luego del terrible accidente de autobús que sufrió cuando tenía 18 años, y que la forzó a soportar 32 operaciones y a usar incómodos corsets de por vida. Esto, sumado a una polio que le había dejado una pierna más corta, que ella camuflaba bajo sus largas y coloridas polleras.

¿Qué unía a la artista y a Muray? «Creo que eran espíritus similares que encontraron una fuerte química juntos. Se tenían una pasión muy especial -responde Mimi-. Frida era muy atractiva, a muchos niveles, y Nick era, además de húngaro, especialmente atrayente y listo. Pero creo que la química entre Frida y Diego era mayor, razón por la cual Frida volvió con él, en lugar de casarse con mi padre.»

La separación de Rivera y su mujer -como graficó la película Frida, que protagonizó Salma Hayek, en 2002, y que da cuenta de sus amoríos con Trotsky, aunque no se refiere a Muray-, se debió a que el primero engañó a Frida con su hermana menor, Cristina. Entonces, ella lo dejó y se mudó a EE.UU., pero, al parecer, la distancia le resultaba peor de soportar que cualquier deslealtad de su marido. A modo de despedida, Nick, quien mantuvo una amistad con Frida hasta su muerte, en 1954, le escribió: Mi yo completo te está profundamente agradecido por la felicidad que la mitad de ti me ha dado tan generosamente.

Mimi y su hermano Chris conocieron a Frida en la Casa Azul, durante una Navidad, fecha en la que acostumbraban viajar a México, cuando eran niños. «Tengo sólo un vago recuerdo, de cuando ella estaba muy enferma, tal vez en 1951 o 1952. Nos llevaron a su cuarto, ella estaba en cama. Fue algo así como: Niños, esta es Frida. Frida, estos son los niños. Ok, ahora vayan afuera, a jugar. No recuerdo haberla visto de nuevo», rememora sobre una mujer a la que considera increíble. «Ella superó tantas cosas. Mi padre la amó. Ella amó a mi padre., pero no lo suficiente. Si ellos se hubieran casado, yo no estaría acá, además. La verdad es que me habría gustado conocerla más, cuando tuve edad suficiente para apreciar la sorprendente persona que ella era», comenta Mimi.

Muray, quien en paralelo a su trabajo fotográfico es reconocido como uno de los 20 mejores esgrimistas en la historia de los EE.UU., fue campeón nacional, en 1928 y 1929, y representó a ese país en los Juegos Olímpicos de 1928 y 1932. En 1961, después de un juego en el Club Atlético de Nueva York, sufrió un ataque al corazón. Su compañero era un médico que lo salvó. En 1965, otro ataque acabó con su vida, en el mismo lugar. Mimi dice que él nunca se refirió a Frida ni ella se atrevió a mencionarla. «Creo que podría decir que fue un secreto de valija… Una sola vez le pregunté a cuántas mujeres había amado a lo largo de los años. Su respuesta fue: Sólo amé una a la vez.»

Por Francia Fernández.

Fuente: La Nación.

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