Monzó preserva la institucionalidad

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Entre los peronistas de los 90 que leían  libros, alguno de los cuales son protagonistas en esta nueva etapa bajo el sello Frente de Todos, circuló un valioso texto que -además- les permitió justificar el giro «neoliberal» del que prometía una revolución productiva. Se trató dElogio de la traición: sobre el arte de gobernar por medio de la negación, un ensayo que se desplegaba desde una de las enseñanzas mejores y más cínicas de Maquiavelo.

El florentino escribió en El Príncipe: «Todos comprenden que es muy loable que un príncipe cumpla su palabra y viva con integridad, sin trampas ni engaños. No obstante, la experiencia de nuestra época demuestra que los príncipes que han hecho grandes cosas no se han esforzado en cumplir su palabra».

«¿Qué sería la pasión y gloria de Cristo sin la traición de Judas? ¿Hubiera nacido la Iglesia sin las negaciones de Pedro? En política, innovar es siempre traicionar. La negación es siempre una forma superior de gobernar«, postularon los franceses Denis Jeambar e Ives Roucaute.

María Eugenia Vidal y Horacio Rodríguez Larreta  se deben estar preguntando por estos días por qué no empujaron un plan de cambio dentro del cambio, para asegurar la sobrevivencia del proyecto y la sustentabilidad de un modelo con respaldo internacional inédito, como pocas veces tuvo la Argentina en su historia.

En ese tiempo, cuando la provincia de Buenos Aires presentó bandera de rendición frente a Mauricio Macri y la primer gobernadora bonaerense mujer aceptó no desdoblar, un joven candidato de un municipio del conurbano le dijo a Infobae: «Tal vez ganemos, aunque igual me va a dar mucha bronca que podamos ganar con esa visión impuesta desde la Casa Rosada, porque van a triunfar los más sectarios del PRO y no nos merecemos eso». En las primarias, Axel Kicillof los superó por más de 20 puntos.

Quiso el destino que cuando recién termina de contarse el último voto en el escrutinio definitivo que legitima la estrepitosa derrota de Juntos por el Cambio, apareció otro libro que seguramente será muy leído en la fauna política local. Se llama La rosca política. El oficio de los armadores delante y detrás de escena (o el discreto encanto del toma y daca), de Mariana Gené, que habla de la política con minúscula, el entramado de negociación cotidiana entre los distintos actores políticos para lograr que las cosas finalmente sucedan.

Marcos Peña suele llamar a eso la «política transaccional», porque se trata de una práctica usualmente denostada por la ciudadanía que no puede aceptar el pragmatismo y la flexibilidad de los llamados políticos profesionales, también conocidos como los «profesionales del poder».

Aunque es un estudio de tipo etnográfico y con entrevistas en profundidad centrado en el Ministerio del Interior desde 1983 hasta 2007, la tapa no puede ser más representativa de esta época. El presidente de la Cámara de Diputados, Emilio Monzó, se ríe en la foto-ilustración de una taza que fue distribuida como regalo a algunos amigos, sobre una frase que le pertenece, de reivindicación de la rosca.

Gené arranca su libro sin ocultar su asombro por el respeto que cuadros bajos y medios de la política, independientemente de la edad, partido, ideología y trayectoria, tienen de la figura de Carlos Corach, normalmente demonizado en los medios de comunicación o el público común.

Volvió a asombrarse cuando Corach finalmente le dio una entrevista e ingresó a su despacho cruzando un largo pasillo tapizado de cuadros que lo tenían como protagonista de tapas de diarios o revistas, algunas en tono elogioso y otras muy críticas, hasta caricaturas que lo ridiculizaban.

Pero reiteró su asombro cuando constató la habitualidad de los contactos interpartidarios, la posibilidad que tuvo de llegar a Enrique Nosiglia no por dirigentes de la UCR sino por un empresario vinculado al peronismo, o la naturalidad con la que un intelectual peronista de izquierda conseguía que pudiera entrevistarse con José Luis Manzano. Que todos hablen con todos, una práctica normal en cualquier tiempo y lugar, parece que se hizo anormal en los años K, quizás cuando ella nació a la vida profesional.

Pero la experiencia kirchnerista no es la única que se volvió sectaria en el poder. Mauricio Macri llegó a la Presidencia respaldado en una mesa de cuatro patas. Una era la gestión, liderada por Rodríguez Larreta. La segunda fue la comunicación, conducida por Peña. La tercera la política social, dirigida por Vidal. La cuarta fue el armado político, pergeñado por Monzó.

Por razones nunca aclaradas, el hombre que fue distrito por distrito a negociar por Macri para armar el PRO donde no estaba armado, a buscar candidatos donde no había, a negociar con los partidos de la nueva coalición apenas se había conformado, el que acercó a Rogelio Frigerio al macrismo, el que formó a cantidad de jóvenes aquí y allá, fue desplazado desde el día cero del gobierno de Cambiemos.

Es verdad que no se hizo querer por otros armadores políticos que estaban cuando él llegó, desde Jorge Macri hasta Cristian Ritondo, pasando por Diego Santilli y Álvaro González, por nombrar apenas algunos de los tantos enemigos que se fue ganando en las aguas tranquilas del PRO, donde a nadie le gusta mucho el aspaviento.

También debe ser verdad que «Emilio es un caprichoso», «se creyó irreemplazable», «le generaba inseguridad a Mauricio», «Vidal no quería a nadie propio que le compita en la provincia», pero sus vínculos con el territorio y los políticos profesionales no fueron reemplazados ni siquiera por Frigerio, sin duda el ministro más talentoso pero también obligado a dedicarse a innumerables aspectos de la gestión que le restaron tiempo para la política. Como sea, tampoco se explicó demasiado por qué no hubo lugar para todos, si el espacio sobraba y tanto había que hacer.

Macri pareció haberse dado cuenta a último momento de que no llegaba sin esa pata que le faltaba y así fue que convenció a Miguel Ángel Pichetto, quizás el mejor político profesional argentino de todos los tiempos, para que lo acompañe en la fórmula.

No deja de ser curioso, mientras todo tiembla y el Presidente pone su excepcional capacidad resiliente para mantener el barco en medio de la tempestad sin que se hunda, que sean Monzó y Frigerio los que cargaron sobre sus espaldas la pesada tarea de convencer a gobernadores, diputados y senadores de la necesidad de que la nave cruce la tormenta y, si tiene que haber traspaso de poder, se haga en tiempo y forma.

Monzó ya se reunió con Agustín Rossi el jueves al mediodía, después de Gabinete, y aunque nadie quiere hablar al respecto, habría un compromiso de no echar más leña al fuego. Frigerio habló con Juan Manzur y obtuvo una media palabra en igual sentido, buscando que los gobernadores se involucren en en sostener un diálogo calmo entre las partes. Nadie quiere que Argentina se incendie, ni los que supuestamente se van, ni los que supuestamente vienen. Pero hacerlo realidad requiere eficacia profesional y y ese apetito político moderado por la templanza de los que conocen los intersticios del poder. No parece ser lo que predominó en la Rosada.

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